El otro día recibí un correo que leí con curiosa paciencia. En sus párrafos se recogían las quejas de los profesores de la Comunidad de Madrid ante las dos horas de más que tendrán que currar en el próximo curso. O sea, de las titánicas 18 habituales al esfuerzo inaceptable de 20 horas a la semana. Todo un disparate político que podría influir gravemente en el estado del docente y en el nivel educativo del discente, con la consiguiente mejora de nuestra posición en el ranking europeo de zotes, que es donde mejor brillamos.
Y es que a mí estas cosas me producen tanto desasosiego, que, como a Pessoa, me duele la cabeza y el universo. Me pasa con los profesores como con los profesionales de la sanidad. A fuerza de sufrirlos, he dejado de creer en su profesionalidad para centrarme solo en la esencia de su espíritu. Todo sería más sencillo, más zen, si despreciásemos la anécdota de la profesionalidad y trascendiésemos a la categoría del alma. Se es o no se es buena persona. Y en estas áreas, solo las buenas personas podrán llegar a ser buenos profesionales.
Vivir y estudiar en tantos sitios, me ha dado la oportunidad de conocer a más de un centenar de profesores, míos y de NDR; pero el listón de la bonhomía solo lo han superado cuatro maestras: DF, LG, AOB y PZG.
Al 96% restante de profesores les invito a que sigan el ejemplo de estas grandísimas maestras, se apeen de tanto materialismo y lean despacio este de texto de Cortázar, que tanto ilumina.
Julio Cortázar: «Esencia y misión del maestro», (publicado el 20 de octubre de 1939, en Revista Argentina).
Escribo para quienes van a ser maestros en un futuro que ya casi es presente. Para quienes van a encontrarse repentinamente aislados de una vida que no tenía otros problemas que los inherentes a la condición de estudiante; y que, por lo tanto, era esencialmente distinta de la vida propia del hombre maduro. Se me ocurre que resulta necesario, en la Argentina , enfrentar al maestro con algunos aspectos de la realidad que sus cuatro años de escuela normal no siempre le han permitido conocer, por razones que acaso se desprendan de lo que sigue. Y que la lectura de estas líneas –que no tiene la menor intención de consejo- podrá tal vez mostrarles uno o varios ángulos insospechados de su misión a cumplir y de su conducta a mantener.
Ser maestro significa estar en posesión de los medios conducentes a la transmisión de una civilización y una cultura; significa construir, en el espíritu y la inteligencia del niño, el panorama cultural necesario para capacitar su ser en el nivel social contemporáneo y, a la vez, estimular todo lo que en el alma infantil haya de bello, de bueno, de aspiración a la total realización. Doble tarea, pues: la de instruir, educar, y la de dar alas a los anhelos que existen, embrionarios, en toda conciencia naciente. El maestro tiende hasta la inteligencia, hacia el espíritu y finalmente, hacia la esencia moral que reposa en el ser humano. Enseña aquello que es exterior al niño; pero debe cumplir asimismo el hondo viaje hacia el interior de ese espíritu y regresar de él trayendo, para maravilla de los ojos de su educando, la noción de bondad y la noción de belleza: ética y estética, elementos esenciales de la condición humana.
Nada de esto es fácil. Lo hipócrita debe ser desterrado, y he aquí el primer duro combate; porque los elementos negativos forman también parte de nuestro ser. Enseñar el bien, supone la previa noción del mal, permitir que el niño intuya la belleza no excluye la necesidad de hacerle saber lo no bello. Es entonces que la capacidad del que enseña —yo diría mejor: del que construye descubriendo— se pone a prueba. Es entonces que un número desoladoramente grande de maestros fracasa. Fracasa calladamente, sin que el mecanismo de nuestra enseñanza primaria se entere de su derrota; fracasa sin saberlo él mismo, porque no había tenido jamás el concepto de su misión. Fracasa tornándose rutinario, abandonándose a lo cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más, rindiendo rigurosa cuenta de la conducta y disciplina de sus alumnos. Fracasa convirtiéndose en lo que se suele denominar «un maestro correcto». Un mecanismo de relojería, limpio y brillante, pero sometido a la servil condición de toda máquina.
Algún maestro así habremos tenido todos nosotros. Pero ojalá que quienes leen estas líneas hayan encontrado también, alguna vez, un verdadero maestro. Un maestro que sentía su misión; que la vivía. Un maestro como deberían ser todos los maestros en la Argentina.
Lo pasado es pasado. Yo escribo para quienes van a ser educadores. Y la pregunta surge, entonces, imperativa: ¿Por qué fracasa un número tan elevado de maestros? De la respuesta, aquilatada en su justo valor por la nueva generación, puede depender el destino de las infancias futuras, que es como decir el destino del ser humano en cuanto sociedad y en cuanto tendencia al progreso.
¿Puede contestarse la pregunta? ¿Es que acaso tiene respuesta?
Yo poseo mi respuesta, relativa y acaso errada. Que juzgue quien me lee. Yo encuentro que el fracaso de tantos maestros argentinos obedece a la carencia de una verdadera cultura que no se apoye en el mero acopio de elementos intelectuales, sino que afiance sus raíces en el recto conocimiento de la esencia humana, de aquellos valores del espíritu que nos elevan por sobre lo animal. El vocablo «cultura» ha sufrido como tantos otros, un largo malentendido. Culto era quien había cumplido una carrera, el que había leído mucho; culto era el hombre que sabía idiomas y citaba a Tácito; culto era el profesor que desarrollaba el programa con abundante bibliografía auxiliar. Ser culto era –y es, para muchos- llevar en suma un prolijo archivo y recordar muchos nombres...
Pero la cultura es eso y mucho más. El hombre —tendencias filosóficas actuales, novísimas, lo afirman a través del genio de Martín Heidegger— no es solamente un intelecto. El hombre es inteligencia, pero también sentimiento, y anhelo metafísico, y sentido religioso. El hombre es un compuesto; de la armonía de sus posibilidades surge la perfección. Por eso, ser culto significa atender al mismo tiempo a todos los valores y no meramente a los intelectuales. Ser culto es saber el sánscrito, si se quiere, pero también maravillarse ante un crepúsculo; ser culto es llenar fichas acerca de una disciplina que se cultiva con preferencia, pero también emocionarse con una música o un cuadro, o descubrir el íntimo secreto de un verso o de un niño. Y aún no he logrado precisar qué debe entenderse por cultura; los ejemplos resultan inútiles. Quizá se comprendiera mejor mi pensamiento decantado en este concepto de la cultura: la actitud integralmente humana, sin mutilaciones, que resulta de un largo estudio y de una amplia visión de la realidad.
Así tiene que ser el maestro.
Y ahora, esta pregunta dirigida a la conciencia moral de los que se hallan comprendidos en ella: ¿Bastaron cuatro años de escuela normal para hacer del maestro un hombre culto?
No; ello es evidente. Esos cuatro años han servido para integrar parte de lo que yo denominé más arriba «largo estudio»; han servido para enfrentar la inteligencia con los grandes problemas que la humanidad se ha planteado y ha buscado solucionar con su esfuerzo: el problema histórico, el científico, el literario, el pedagógico. Nada más, a pesar de la buena voluntad que hayan podido demostrar profesores y alumnos; a pesar del doble esfuerzo en procura de un debido nivel cultural.
La escuela normal no basta para hacer al maestro. Y quien, luego de plegar con gesto orgulloso su diploma, se disponga a cumplir su tarea sin otro esfuerzo, ése es desde ya un maestro condenado al fracaso. Parecerá cruel y acaso falso; pero un hondo buceo en la conciencia de cada uno probará que es harto cierto. La escuela normal da elementos, variados y generosos, crea la noción del deber, de la misión; descubre los horizontes. Pero con los horizontes hay que hacer algo más que mirarlos desde lejos: hay que caminar hacia ellos y conquistarlos.
El maestro debe llegar a la cultura mediante un largo estudio. Estudio de lo exterior, y estudio de sí mismo. Aristóteles y Sócrates: he ahí las dos actitudes. Uno, la visión de la realidad a través de sus múltiples ángulos; el otro, la visión de la realidad a través del cultivo de la propia personalidad. Y, esto hay que creerlo, ambas cosas no se logran por separado. Nadie se conoce a sí mismo sin haber bebido la ciencia ajena en inacabables horas de lecturas y de estudio; y nadie conoce el alma de los semejantes sin asistir primero al deslumbramiento de descubrirse a sí mismo. La cultura resulta así una actitud que nace imperceptiblemente; nadie puede despertarse mañana y decir: «Sé muchas cosas y nada más». La mejor prueba de cultura suele darla aquél que habla muy poco de sí mismo; porque la cultura no es una cosa, sino que es una visión; se es culto cuando el mundo se nos ofrece con la máxima amplitud; cuando los problemas menudos dejan de tener consistencia; cuando se descubre que lo cotidiano es lo falso, y que sólo lo más puro, lo más bello, lo más bueno, reside la esencia que el hombre busca. Cuando se comprende lo que verdaderamente quiere decir Dios.
Al salir de la escuela normal, puede afirmarse que el estudio recién comienza. Queda lo más difícil, porque entonces se está solo, librado a la propia conducta. En el debilitamiento de los resortes morales, en el olvido de lo que de sagrado tiene es ser maestro, hay que buscar la razón de tantos fracasos. Pero en la voluntad que no reconoce términos, que no sabe de plazos fijos para el estudio, está la razón de muchos triunfos. En la Argentina ha habido y hay maestros: debería preguntárseles a ellos si les bastaron los cuatro años oficiales para adquirir la cultura que poseen. «El genio –dijo Buffon- es una larga paciencia». Nosotros no requerimos maestros geniales; sería absurdo. Pero todo saber supone una larga paciencia. Alguien afirmó, sencillamente, que nada se conquista sin sacrificio. Y una misión como la del educador exige el mayor sacrificio que puede hacerse por ella. De lo contrario, se permanece en el nivel del «maestro correcto». Aquéllos que hayan estudiado el magisterio y se hayan recibido sin meditar a ciencia cierta qué pretendían o qué esperaban más allá del puesto y la retribución monetaria, ésos son ya fracasados y nada podrá salvarlos sino un gran arrepentimiento . Pero yo he escrito estas líneas para los que han descubierto su tarea y su deber. Para los que abandonan la escuela normal con la determinación de cumplir su misión. A ellos he querido mostrarles todo lo que les espera, y se me ocurre que tanto sacrificio ha de alegrarnos. Porque en el fondo de todo verdadero maestro existe un santo, y los santos son aquellos hombres que van dejando todo lo perecedero a lo largo del camino, y mantienen la mirada fija en un horizonte que conquistar con el trabajo, con el sacrificio o con la muerte.
Yo estoy con los profesores, 20 horas son demasiadas, 4 ó 5 bastan para comprobar la falta de conocimientos, de compromiso, de vocación, de interés, de respeto y el más absoluto desprecio que sienten por por niños la mayoría de ellos. Sin 4 horas son suficientes imagínate 20
ResponderEliminarPor 25 euros, sinónimos de "preparar la clase del día siguiente" como por ejemplo echarse la siesta, unos, dos, tres responda otra vez:
ResponderEliminar- Echarse la siesta
- Ir de compras
- Bajarse al bar
- Ver un partido de futbol
- Cortarse las uñas de los pies
- Poner la mente en blanco
- Cambiar el aceite del coche
- Tomarse un Lexatin
- Rascarse la barriga
- Ver "Sálvame Deluxe"
¡Tiempo ...........!
Señores, orden, por favor, reprimamos el sarcasmo. Menos samba y más..., más, más...trabalhar???
ResponderEliminarEs que no puedo, no puedo.
Yo también quiero trabajar cuatro horas al día y las otras cuatro las dedico, en casa, a preparar la jornada del día siguiente ¿Puedo?
ResponderEliminar¿Cuándo te llevas trabajo a casa o sigues dándole vueltas a algún tema de la oficina, cuenta como jornada laboral? No lo sabía, entonces yo hago 12 horas al día. Por favor, Espe, ponme 20 horas a la semana también a mi. Estoy dispuesta a hacer un extraordinario, y una vez al año hacer 21.
ResponderEliminarBueno, bueno, que todos los profesores no somos funcionarios, que hay de todo.
ResponderEliminar¡Caramba!, veo que estamos todos muy contentos como nuestras jornadas "extensivas", ¡vaya, vaya!
ResponderEliminarPero para escribir con justicia a los comentarios, tal vez debería cambiar el título de esta entrada por "Diatriba de enseñanza contra un profesor funcionario sentado", entiéndase por tal, aquel que está muy acomado en su oposición, que no posición.
Yo respeto mucho a la gente que merece respeto, y me da lo mismo que sean funcionarios, interinos, o que se ganen las habichuelas en un colegio privado o privadísimo, por eso esta entrada está dedicada justamente a aquella otra gente que no merecen mi respeto, ganado tal desprecio a pulso y a fuerza de actuar con muy poco respeto, empatía y solidaridad hacia su prójimo.