Resulta que iba yo una noche por las calles de Tabernes, cuando un niño se me acerca y me dice: «Volem hámster?» (o algo así).
Yo, que de valenciano ni media, le miré con extrañeza, tal vez confundida por la clarividencia del tercer ojo de mi mente, casi en estado de excepción, que no de mis oídos, pues, en verdad, creí oír que aquella criatura y su amigo, me refiero a otro niño, ambos de no más de diez años, me estaban preguntando si el susodicho se parecía a un hámster.
Y cuánto más extrañeza mostraba yo en la mirada, más me preguntaba el chico: «¿Volem hámster?, Volem hámster?»
Aturdida por la comparación insultante, porque en verdad, el chavalín tenía unos dientes sobresalientes, casi de ratón, le dije, muy madre. «No te entiendo, hijo, no te entiendo», y entonces me lo preguntó en español:
—¡Que si quiere un hámster?
¡Acabáramos! Miré a JCH y, al verlo con los ojos compasivos, me dije: «¡Peligro, peligro, Udaberri espabila que éste te mete a la rata en casa!», así que me apresuré a contestar, recordando las magistrales enseñanzas del gran poeta y guionista Pedro Beltrán*.
—Lo siento, hijo, es que mi madre no me deja tener animales.
Y eso mismo me contestó el niño que le pasaba a la suya, pues resulta que la criatura había comprado el bicho a una rubita que iba unos dos metros por delante de nosotros, pero que la chiquilla ya no lo quería, y, claro, a ver qué iba a hacer él con el hámster.
- Una vez oí contar a Lorenzo Díaz, creo, que un día los de Círculo de Lectores llamaron a la puerta de Pedro Beltrán, ya casi octogenario, y éste, miró hacia el pasillo y, sin moverse de la puerta, gritó: ¡Mamá!, ¡que son los del Círculo!, ¿que si quieres algo?
La noche siguiente, al igual que la que narro, también tuvo su anécdota memorable. Resulta que decidimos pararnos a tomar cualquier cosa en un bar de bocadillos. Nos sentamos fuera en la terraza, junto a nosotros, en la mesa de al lado, una familia con su abuelo, su abuela, la hija, el nieto, que bien podía haber sido el niño del hámster, y un bebé en un carrito.
Hasta aquí, lo normal, sin embargo, a los cinco minutos, más o menos, aparece un tipo redondo y cincuentón en una especie de moto —más parecida a un coche-choque con ruedas gigantes que a una moto de señor—, que aparca frente a la familia. Así, sin despeinarse.
Se baja de aquella cosa propia de traficante pastillero en discoteca entre naranjales y se acerca a la barra a pedir la comida. Al rato, vuelve a su moto, y se recuesta en el asiento con los pies sobre el manillar, casi a la altura del heredero. El niño mira horrorizado, la familia se retuerce, pero el colega, lejos de atender el estupor de aquella gente, se revuelve en su tripa morcillona y muy orondo pregunta: «¿Te gusta mi burra, chaval?»
Hasta aquí, lo normal, sin embargo, a los cinco minutos, más o menos, aparece un tipo redondo y cincuentón en una especie de moto —más parecida a un coche-choque con ruedas gigantes que a una moto de señor—, que aparca frente a la familia. Así, sin despeinarse.
Se baja de aquella cosa propia de traficante pastillero en discoteca entre naranjales y se acerca a la barra a pedir la comida. Al rato, vuelve a su moto, y se recuesta en el asiento con los pies sobre el manillar, casi a la altura del heredero. El niño mira horrorizado, la familia se retuerce, pero el colega, lejos de atender el estupor de aquella gente, se revuelve en su tripa morcillona y muy orondo pregunta: «¿Te gusta mi burra, chaval?»
La madre, entonces, decide poner un poco de orden y sensatez a tanta estulticia y pide a la familia que se cambie de mesa mientras el colega se pavonea sobre un engendro más propio de Mister T que de un señor cincuentón con un poco de norte —no pido más— en el medio del camino de su vida.
Y aquí viene lo bueno del espectáculo que narro y que me distrajo de qué manera. De repente al colega le entra un mensaje en el móvil e intenta leerlo. Primero alarga la mano un poco, después estira el brazo entero y, más tarde, reconociendo que de cerca ya no reconoce siquiera un pimiento de su huerta levantina, se recompone la postura, resopla y saca las gafas de ver, tan horteras como su moto. ¡Madre mía! ¡Si parecía una fallera mayor, cuando se las acopló!
Pero, alma cándida, ¿cómo se te ocurre ir fardando de burra cuando para leer los SMS de tu churri —porque esa era tu churri que te apremiaba con la cena rápida—, tienes que sacar las gafas de cerca? ¡Y qué gafas! ¡Qué gafas sin piedad!
En fin, me dije, desde que en las estadísticas sociales, la educación ya no se considera variable significativa de la “pasta gansa”, a los paletos de toda la vida y condición se les nota mucho que lo son. ¡Y cuánto! Demasiado para mi gusto.
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