Hace casi tres meses que ando fuera del refugio. La vida, y lo que no es vida, me han retenido demasiado tiempo por ahí. Tal vez debería haber vuelto con más fanfarria, pero es tanto lo que chirría de puertas para afuera, que prefiero agazaparme en mis puertas adentro, a ver qué pasa. Sin embargo, ya sabéis, de tanto en tanto, uno se encuentra con reflexiones impagables y necesarias que merecen todo el público posible. Esta vez es María Blanco quien se atreve a denunciar el humillante bálsamo falaz de la Ley de Igualdad (como ya todos sabéis, promovida por el máximo exponente del factor cuota, mi entrañable Aído).
Economía de la igualdad, por María Blanco, publicado en el Diario El Mundo el 28 de marzo de 2010.
Cada cierto tiempo repiquetea la noticia: la brecha salarial entre hombres y mujeres sigue abierta. El 40% de nuestras empresas apenas cuenta con mujeres en los órganos de decisión. Menos del 10%, según el Ministerio de Igualdad. Y si miramos las cifras de las sociedades cotizadas del Ibex 35, también hay menos de un 10% de mujeres en sus consejos de administración. Con la misma regularidad, las supuestas feministas -supuestas porque está por demostrar que efectivamente busquen la mejora de la condición de las mujeres y no simplemente votos- se preguntan qué va a hacer el Estado para que cambien las cosas, en lugar de preguntarse qué vamos a hacer las mujeres.
La respuesta la ha dado la ministra Bibiana Aído, promotora de la humillante Ley de Igualdad. Humillante porque establece la obligación de que haya una presencia equilibrada de hombres y mujeres en los consejos de administración de empresas cotizadas para 2015.
Que es justo que los hombres y las mujeres con idéntica capacidad y formación cobren igual por el mismo trabajo está claro. Que a un empresario le merezca la pena pagar igual a una mujer que a un hombre en igualdad de condiciones es un tema distinto en el que el Estado debería tener poco que decir: la empresa es de quien pone el dinero. Cuando un empresario que se juega sus cuartos prefiere retener a un trabajador menos productivo por ser hombre en lugar de remunerar mejor a una mujer más eficiente por ser mujer está actuando como un botarate, así que es razonable pensar que debe haber motivos de más peso para la discriminación. ¿Puede ser la tradición patriarcal machista? Puede ser, pero eso no justifica que para acabar con ella haya que recurrir al Estado como si las mujeres, al fin y al cabo educadoras de nuestros hijos, no pudiéramos lograrlo solitas. De este modo, se perpetúa la dependencia: del padre, del marido, y ahora, del Estado.
Pero en lo que me quiero centrar es en el aspecto económico del feminismo bastardo. Bastardo porque las feministas del XIX, como Harriet Taylor, lucharon por la igualdad en el acceso a la formación, al voto y ante la ley, logros conseguidos gracias a ella y a otras muchas como ella, que están siendo desvirtuados de un plumazo merced al socialismo en clave de género.
La presunción de que el poder central conoce bien qué necesitan los consumidores, los empresarios, los niños, los hombres o cualquier grupo tiene costes inesperados. En el caso de la ocupación de puestos directivos por la población femenina, también. En primer lugar, las mujeres que trabajan en una empresa toman decisiones respecto a su futuro laboral teniendo en cuenta su particular equilibrio entre fines y medios. Es decir, en ocasiones, si no ocupamos puestos directivos es porque nos merece más la pena no hacerlo. El coste de oportunidad en términos reales no pecuniarios (tiempo con los hijos, gestión del hogar, presión psicológica) suele ser alto y la manera de compartir responsabilidades con la pareja es personal, ajeno a las leyes y al Estado.
Promover la igualdad no consiste en hacer un casting de potenciales consejeras, como si todas las empresas tuvieran las mismas circunstancias, como si ese casting correspondiera a alguien diferente al consejo de dirección de la propia empresa, a quien se la juega, en definitiva. Si tan buena cualificación tienen esas mujeres -lo que no dudo- ¿por qué necesitan de todo un Ministerio?
Las inercias machistas no se borran con una ley, sino con la acción individual y la excelencia de cada una de las mujeres. Si necesitamos unirnos, nos unimos para tener más fuerza, pero sin que nos impongan qué objetivos tenemos que cumplir en función de un programa político. El feminismo afirma que nadie, incluida la ministra de Igualdad, tiene derecho a señalar a las mujeres cuál es su ámbito, sea éste las labores del hogar o los órganos de decisión de la empresa.
Por otro lado, hay estudios de investigadores afroamericanos que demuestran el perjuicio para la población afroamericana de la política de cuotas en el acceso a las universidades. Los alumnos que entraban por ser negros y no por sus méritos se encontraban con muchas dificultades para estar al nivel de sus compañeros y abandonaban la carrera. De igual manera, las consejeras de cuota se verán desbordadas y dejarán en mal lugar a las mujeres, por lo que, si había inercias machistas, se verán reforzadas.
El coste económico de incluir o excluir del órgano decisor a una mujer es del empresario y de la propia mujer. Y son ambos grupos quienes deben ponerse de acuerdo. La intromisión estatal aumenta el coste de transacción y genera consecuencias no deseadas, a menudo, a costa de las propias mujeres.
María Blanco es profesora de Economía de la Universidad San Pablo-CEU.
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