Sin faltar a la verdad, puedo decir que desde la entrada anterior hasta esta, he bajado una talla.
Faltaría a la verdad si dijera que, además, tengo el vientre tan plano como era el mundo precolombino, pero... mi camiseta del Atleti lo disimula todo.
A menos de cinco horas de que comience la gran final, yo también apuesto por la victoria de 3.
¡De calle nos la llevamos!
¡Vamos, Atleti, vamos!
Y mientras llega la gran hora, aquí os dejo, con el sentimiento rojiblanco de Pedro Simón, publicado hoy en el mundo.es
No es el volcán, no
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el aficionado que guardaba cola para una entrada había de recordar aquella tarde remota en que su abuelo lo llevó a conocer el fuego.
El Calderón era entonces una aldea de veinte casas de barro, mi abuelo Marcelino había pedido permiso a mi madre para el trance ("yo creo que el chico ya tiene edad, ¿no?") y aquel niño al que le faltaba el cromo de Landáburu estuvo toda la noche sin dormir.
No sé ni contra quién jugamos. Ni quién trató de robarnos aquella vez. Ni cuántos penaltis nos dejaron de pitar. Sé que miré al cielo. Ganamos y mi abuelo -calle de General Ricardos arriba- me rascaba la cabeza.
El hombre que me llevó a conocer el fuego era maestro, tesorero del Real Club Deportivo Carabanchel, tuvo los huevos de echar un día a Butano a patadas de la Federación Castellana de Fútbol y se plantó ante el aspirante a marido de su hija. El pollo candidato era del Real Madrid. Tuvo que hacerse del Aleti. Luego acabó siendo mi padre.
Aquella temporada abrimos un millón de sobres de cromos. Teníamos por lo menos 12 Quique Ramos. Pero ni rastro de Landáburu. Se fue de la directiva del Carabanchel el día en que se decidió darle un nuevo rumbo a la entidad: aquello iba a ser una especie de cantera merengue. Que no contaran con él.
Llegaron los Gil y Gil y los Cerezos, y Marcelino se amustió. No entendía ni aquellas cadenas de oro, ni aquellos gritos, él, que seguía siendo un señor aún cuando salía a la calle en zapatillas de andar por casa o cuando, muy al final, se llevaba los palillos del bar. "El Aleti es nuestro, de la gente", decía. "No de estos fantoches".
Acabó como el anciano del anuncio de la Señora Rushmore. Dejó el tabaco. Dejó las apuestas en el canódromo. Dejó la sal. Cuando le quitaron la copita de vino, cuando el corazón le mordió medio cuerpo y ya era una tembladera con bastón, pidió que no le quitaran el Aleti. Fue su morfina hasta el final. El día en que me explicó lo que significaba la palabra Schwarzenbeck, comprendí de qué lado íbamos a estar siempre.
Dicen por ahí que si hay una erupción en Islandia, que si es una nube que se mueve, que si el cráter sigue soltando humo. Bah.
Marcelino Esteban murió el 21 de febrero de 1991, cuatro meses antes de que ganásemos la Copa del Rey contra el Mallorca. Llevaba un pin del escudo rojiblanco en la chaqueta raída. Tenía los pies helados el hombre que me llevó a conocer el fuego.
No es el volcán, no. Son las cenizas de mi abuelo. Acabo de sacar el álbum y estoy viendo el cromo de Landáburu, viejo. Sigo mirando al cielo. Vamos, Aleti, vamos.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario